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lunes, 21 de noviembre de 2022

El malhechor crucificado y Jesús. Por Wilfredo Briceño

 

Todos hemos leído o escuchado el dialogo entre el Cristo y el bandido -la Biblia no dice cómo se llamaba-, ambos crucificados al mismo tiempo y por razones diferentes.

Es, para mí, la confesión del malhechor, una de las más conmovedoras manifestaciones de Fe en el Señor contenidas en el registro bíblico.

A ver: los evangelios relatan muchos casos de gentes que confesaron creer que Jesús, hijo en la carne de Maria y adoptado por José, era el Mesías prometido por Yhaveh, que fué anunciado en las Escrituras antiguas y, que constituiría la "piedra angular" del Plan de Redención diseñado por Dios para restablecer la perfección del hombre, perfección que se perdió con la caída de Adam.


Un detalle: generalmente, esas manifestaciones de Fe se producían luego que, quién la profería recibía algún milagro, acto de sanación, siendo más preciso, del Unigénito, e.g., el hombre ciego a quien, luego que el Señor le devolvió la capacidad de ver, le dijo, "tu fe te ha salvado".


Lo del malhechor crucificado fue una circunstancia, en forma y fondo, absolutamente diferente. Tenía a su lado, el malhechor, a quien se hizo llamar "hijo de Dios", que dijo que era "uno mismo con el Padre", autoproclamandose "el Cristo" o Mesías, que significa enviado, siendo por tal, según la Escritura, quien constituiría un Reino que será por sobre todo reino, que además, no tendrá fin.


Sólo que, aquel hombre, llamado Jesús, estaba allí, lacerado, con la piel desgarrada, bañado en sangre, de su sangre, hambriento, con los ojos hundidos por un sufrimiento sobrehumano a que fue sometido, sin comer ni dormir desde el día anterior, y cómo expresión prístina de la mayor de las humillaciones, exhibía una corona natural, de espinas, puesta sobre su cabeza, con el propósito de ridiculizarlo, pues, tal corona representaba el reino que decía que regentaría, siendo tal reino tan falaz cómo la corona hecha de endebles trozos cruzados de espinos, que al punzar su piel la hacían sangrar, poniendo de manifiesto, su débil humanidad.


Sacerdotes fariseos, adeptos comunes a esa corriente religiosa que monopolizaba la interpretación de la torah o Ley mosaica, miembros del sanedrín y de la guardia romana y, uno de los crucificados, a la una, todos, se burlaban, desairaban, golpeaban y despreciaban a quien se crucificó en el medio de los tres, al Cristo, y, a pesar de ese dantesco cuadro, uno de los malhechores crucificados, atinó a decir: "acuérdate de mí cuando estés en tu Reino".


"Acuérdate de mí cuando estés en tu reino". Sabía, el malhechor, que los tres morirían, puesto que, habían sido condenados a morir, y la manera aprobada para serlo, fué a través de la crucifixión, formula de muerte capital reservada a los "malditos" según la Ley judía. Imposible imaginar que pensaba que sobrevivirían, empero, aún así, le declaraba a Jesús, que El estaría al frente de un Reino, suplicándole, además, que se acordara de su existencia cuando estuviese allá.


¡Impresionante la Fe de aquel hombre en el carácter divino de la misión de Jesús en la tierra!



Cristo, el Mesías -son vocablos sinónimos-, le respondió conforme predicó durante 3 años y por lo cuál -es la razón de fondo- se le crucificó: "de cierto te digo hoy, estarás conmigo en el paraíso". Su mensaje bien puede reducirse a esa promesa: quien en él crea, morirá, pero resucitará para no morir nunca jamás. Nunca jamás.

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